Hay ciudades que susurran secretos antes incluso de que cruces sus umbrales. Tiflis —Tbilisi para quienes la habitan— pertenece a esa estirpe rara de capitales que parecen existir fuera del tiempo convencional. Encaramada sobre las orillas del río Mtkvari, esta ciudad caucásica despliega un universo de contrastes donde las cúpulas de baños centenarios conviven con galerías de arte contemporáneo, donde el aroma del pan recién horneado se entrelaza con el vapor sulfuroso que emerge de sus entrañas. Para quienes se preguntan qué ver en Tiflis, la respuesta trasciende cualquier listado: se trata de sumergirse en una encrucijada de imperios, un crisol de culturas y una guardiana de tradiciones que han sobrevivido contra todo pronóstico. En un momento en que el Cáucaso emerge como uno de los destinos más fascinantes del mapa viajero, esta joya georgiana ofrece una experiencia tan auténtica como inesperada.
Entre leyendas y conquistas: el alma de Tiflis
La historia oficial sitúa el nacimiento de Tiflis en el siglo V, aunque su leyenda fundacional pertenece a ese territorio difuso donde la mitología y la realidad se dan la mano. Cuenta la tradición que el rey Vakhtang Gorgasali descubrió las fuentes termales cuando su halcón, herido en la caza, cayó en las aguas calientes y emergió milagrosamente curado. El monarca, interpretando el suceso como una señal divina, fundó allí una ciudad cuyo nombre —derivado de «tbili», cálido— honraría ese hallazgo fortuito. Desde entonces, Tiflis ha sido persiana, bizantina, árabe, mongola, otomana y rusa, absorbiendo de cada conquistador una capa de identidad sin perder jamás su esencia georgiana.
Caminar por el casco antiguo es recorrer ese palimpsesto histórico hecho arquitectura: balcones de madera tallada que parecen escapados de un cuadro orientalista se asoman sobre callejones adoquinados; iglesias ortodoxas comparten plaza con mezquitas y sinagogas en un ejercicio de convivencia que pocas ciudades pueden presumir; fachadas art nouveau dialogan con construcciones soviéticas brutales en un contraste que, lejos de resultar discordante, define la personalidad única de la ciudad. Esta diversidad no es casual, sino el testimonio vivo de una capital acostumbrada a reinventarse sin renunciar a su memoria.
Los imprescindibles: cartografía de lo extraordinario
Abanotubani, el ritual del agua sagrada
En el corazón del barrio histórico, las cúpulas semiesféricas de los baños de azufre emergen del suelo como burbujas de otro tiempo, señalando el lugar exacto donde todo comenzó. Estos establecimientos, algunos con más de cuatro siglos de antigüedad, trascienden su condición de atractivo turístico: representan un ritual social donde los tiflianos han compartido conversaciones, negocios y confidencias durante generaciones. El baño Orbeliani, con sus azulejos azules de inspiración persa que brillan como lapislázuli bajo la luz del mediodía, es el más fotogénico. Sin embargo, el baño Real conserva ese ambiente íntimo y sin pretensiones que prefieren los locales, donde el masaje tradicional con guante de crin —el kisa— se practica con la misma técnica que hace siglos. Sumergirse en estas aguas de propiedades terapéuticas es participar de una tradición ancestral, un acto que sitúa al viajero en el origen mismo de la ciudad y le permite comprender por qué Tiflis nació precisamente aquí, sobre estas fuentes que siguen emanando a 37 grados constantes.
Narikala, la fortaleza que todo lo contempla
Dominando la ciudad desde su promontorio rocoso, la fortaleza de Narikala es el testigo pétreo de todos los asedios y conquistas que ha sufrido Tiflis. Construida en el siglo IV por los persas y ampliada sucesivamente por cada nuevo ocupante, sus murallas ofrecen las vistas más espectaculares de la capital georgiana: un panorama de 360 grados donde el río serpentea entre casas de balcones colgantes, cúpulas doradas y, en días claros, las montañas del Cáucaso recortándose en el horizonte. Se puede ascender caminando desde Abanotubani —una subida empinada pero gratificante— o tomar el moderno teleférico desde el parque Rike, un trayecto aéreo que regala perspectivas insólitas de la topografía accidentada de la ciudad. Junto a las murallas, la iglesia de San Nicolás, reconstruida en 1996 tras décadas de abandono soviético, añade una nota de espiritualidad con sus frescos contemporáneos que reinterpretan escenas bíblicas con sensibilidad georgiana.
La avenida Rustaveli y el pulso cultural
Esta arteria de casi dos kilómetros concentra buena parte de la vida cultural tifliense y funciona como barómetro del espíritu de la ciudad. Aquí se alinean el Teatro de la Ópera y Ballet —cuya fachada neoclásica rivaliza con las grandes óperas europeas—, el Museo Nacional de Georgia —imprescindible para comprender la extraordinaria riqueza arqueológica del país, desde los tesoros de oro de Vani hasta los fósiles humanos de Dmanisi—, el Parlamento y numerosas galerías de arte que exhiben tanto a consagrados como a jóvenes artistas contemporáneos. Pasear por Rustaveli al atardecer, cuando los edificios se tiñen de tonos dorados y los tiflianos salen a recorrer sus aceras anchas, es descubrir la ciudad cosmopolita y europea que convive con su herencia oriental, ese carácter dual que define a Georgia como pocas cosas.
Fe hecha piedra: iglesias que cuentan historias
La catedral de Sameba —Santísima Trinidad—, visible desde casi cualquier punto de la ciudad con sus cúpulas que parecen flotar sobre la colina de Avlabari, es la mayor iglesia ortodoxa de Georgia y símbolo de la renacida identidad nacional tras la independencia soviética. Consagrada en 2004, combina elementos arquitectónicos tradicionales georgianos con proporciones monumentales que buscan expresar la resiliencia del pueblo tras décadas de ateísmo oficial. Pero quienes buscan experiencias más íntimas y cargadas de historia preferirán la basílica de Anchiskhati, la más antigua de Tiflis (siglo VI), cuyo interior austero guarda iconos de valor incalculable, o el monasterio de Metekhi, encaramado sobre un acantilado junto al río, desde donde una estatua ecuestre del rey Vakhtang contempla eternamente su ciudad. Cada templo cuenta una historia de resistencia cultural y religiosa que ha definido el carácter georgiano: la fe aquí no es abstracta, sino tangible, escrita en piedra y mantenida viva contra viento y marea.
Sololaki, el barrio que resiste la postal
Al este del centro histórico, Sololaki ofrece un contraste refrescante con las zonas más transitadas. Aquí, casas bajas con patios interiores donde crecen parras y rosales, talleres de artistas que trabajan a puertas abiertas, cafeterías escondidas que solo conocen los vecinos y ese ambiente de barrio auténtico que se resiste a la turistificación. En esta zona se encuentra el Museo de Arte Moderno, instalado en una antigua imprenta cuyas prensas oxidadas conviven ahora con instalaciones contemporáneas, y el teatro Gabriadze, famoso por su torre del reloj con autómatas que representan cada hora escenas de la vida georgiana con una mezcla de ternura y melancolía. Perderse por sus calles sin mapa es probablemente una de las mejores formas de descubrir qué ver en Tiflis más allá de lo obvio: aquí la ciudad se muestra sin artificio, en su versión más cotidiana y verdadera.
El festín georgiano: cuando comer es un acto sagrado
La gastronomía georgiana no es simplemente buena: es reveladora. El khinkali —esos ravioles gigantes rellenos de carne especiada o queso fundido— se come con las manos según un ritual preciso: se sostiene por el nudo superior, se sorbe primero el caldo interior y solo entonces se da el primer bocado, dejando ese nudo en el plato como prueba de cuántos has consumido. El khachapuri, pan relleno de queso que varía según la región, alcanza en su versión adjaruli —con forma de barca y un huevo en el centro— la categoría de obra de arte comestible que se mezcla en la mesa con mantequilla hasta formar una crema dorada irresistible.
Pero la verdadera revelación es la supra, el banquete tradicional georgiano donde los platos se suceden sin tregua mientras el tamada —maestro de ceremonias— propone brindis interminables con vino natural que tocan todos los aspectos de la existencia: amor, amistad, familia, patria, los ausentes. Restaurantes como Shavi Lomi, instalado en una casa con jardín secreto, o Barbarestan, que basa su carta en un recetario del siglo XIX recuperado, ofrecen versiones sofisticadas de la cocina local sin perder un ápice de autenticidad. Para ambientes más informales, Café Gabriadze combina buena comida con vistas al teatro de marionetas y una terraza donde el tiempo parece transcurrir a otro ritmo.
Y luego está el vino: Georgia presume de ser la cuna de la viticultura, con más de 8.000 años de historia documentada. Los vinos elaborados en qvevri —tinajas de barro enterradas según métodos ancestrales reconocidos como Patrimonio de la Humanidad— ofrecen sabores y texturas que desafían las categorías convencionales. Una visita a algún wine bar del barrio de Vera permite descubrir variedades autóctonas como el saperavi o el rkatsiteli, imposibles de encontrar fuera del Cáucaso y capaces de cambiar lo que creías saber sobre el vino.
Escapadas desde la capital: el Cáucaso a la vuelta de la esquina
La ubicación privilegiada de Tiflis permite excursiones que parecen saltos en el tiempo. Mtskheta, a apenas veinte kilómetros, fue la antigua capital del reino de Iberia y alberga la catedral de Svetitsjoveli, uno de los lugares más sagrados del cristianismo ortodoxo, donde según la tradición se guarda la túnica de Cristo. El monasterio de Jvari, encaramado en lo alto de una colina con vistas al valle donde confluyen dos ríos, es una joya del siglo VI que inspiró poemas y leyendas, incluido el célebre poema de Lermontov.
Hacia el norte, la Carretera Militar Georgiana serpentea hasta las montañas del Gran Cáucaso, atravesando paisajes que parecen diseñados por un escenógrafo romántico hasta llegar a Kazbegi y el monasterio de Gergeti, con el monte Kazbek —uno de los picos míticos del Cáucaso— como telón de fondo. Al este, la región de Kakheti despliega sus viñedos interminables y pueblos donde el tiempo parece haberse detenido, con bodegas familiares que ofrecen degustaciones acompañadas de esa hospitalidad sin límites que convierte a los extraños en invitados de honor.
Notas prácticas para el viajero sensato
La mejor época para visitar Tiflis abarca de abril a junio y de septiembre a octubre, cuando las temperaturas son agradables y la ciudad florece sin el agobio del calor estival. Los inviernos, aunque fríos, poseen su propio encanto melancólico: los baños de azufre cobran aún más sentido cuando afuera el aire corta la piel, y la nieve ocasional transforma la ciudad en un grabado.
Llegar a la capital georgiana es cada vez más sencillo, con vuelos directos desde las principales ciudades europeas. El aeropuerto se encuentra a quince kilómetros del centro, conectado por autobuses económicos y taxis cuya tarifa conviene acordar antes de partir. Dentro de la ciudad, caminar es la mejor opción para el casco antiguo, mientras que el metro —sorprendentemente limpio y eficiente, herencia soviética bien mantenida— facilita los desplazamientos a zonas más alejadas.
En cuanto al alojamiento, el abanico es amplio: desde hoteles boutique en edificios históricos restaurados hasta guesthouses familiares donde el desayuno se convierte en un festín improvisado. Para una experiencia auténtica, merece la pena buscar opciones en las casas con balcones de madera del casco antiguo, donde cada ventana regala una estampa diferente y te despiertas con el sonido de las campanas de alguna iglesia cercana.
El viaje que permanece
Tiflis no es un destino que se agote en una visita relámpago ni en un checklist de monumentos. Es una ciudad para callejear sin prisa, para dejarse llevar por el azar de un callejón que desemboca en un patio secreto, para sentarse en una terraza y observar cómo la vida transcurre con ese ritmo propio del Cáucaso que no es lentitud sino plenitud. Cuando uno se pregunta qué ver en Tiflis, descubre que la respuesta no está tanto en monumentos concretos como en esa capacidad de la ciudad para seducir con sus contradicciones: su mezcla de melancolía y vitalidad, su orgullo discreto de quien ha sobrevivido a todos los imperios sin perder la sonrisa.
Viajar a Tiflis es asomarse a una Europa distinta, más cruda y auténtica, donde la hospitalidad no es pose turística sino forma de entender la existencia. Es descubrir un país que mira al futuro sin renunciar a tradiciones milenarias, que produce vinos en tinajas de barro y arquitectura vanguardista con la misma naturalidad. Y es, sobre todo, regresar con la certeza de que el Cáucaso guarda todavía secretos que merecen ser descubiertos: con calma, con curiosidad, con los sentidos abiertos a lo inesperado.








