Ruta de la Seda en Uzbekistán: Itinerario de 10 días por Samarcanda, Bujará y Jiva

© Dmitriy Efimov via Unsplash

La primera luz toca las cúpulas turquesas de Samarcanda con esa calidad dorada que los fotógrafos persiguen durante años. Abajo, en el bazar Siyob, el aroma del té verde se mezcla con el de las especias apiladas en sacos de arpillera mientras los vendedores acomodan sus mercancías con gestos que repiten desde hace siglos. Esta escena —que parece arrancada de un manuscrito persa iluminado— es apenas el preludio de lo que aguarda a quien se aventura por una ruta de diez días a través de Uzbekistán. Tras décadas de aislamiento soviético y post-soviético, el corazón de la legendaria Ruta de la Seda se ha abierto al mundo con una discreción casi tímida, facilitando el acceso a uno de los secretos mejor guardados de Asia Central. Este itinerario por Samarcanda, Bujará y Jiva no es simplemente un recorrido turístico: es un viaje hacia las ciudades que controlaron durante siglos el flujo de sedas, especias y conocimiento entre Oriente y Occidente, y que todavía conservan esa dignidad de quien ha conocido la grandeza.

El último suspiro de las caravaneras

Uzbekistán permanece como testimonio vivo de una época en que las fronteras eran fluidas y las ciudades se medían por el número de lenguas que resonaban en sus mercados. Las tres joyas del itinerario —Samarcanda, Bujará y Jiva— conservan un patrimonio arquitectónico que rivaliza con Isfahan o Granada, pero con una ventaja inapreciable: aquí el turismo todavía es novedad, no industria. Los uzbekos reciben a los visitantes con esa hospitalidad genuina de quien no ha aprendido aún a calcular propinas mentalmente.

La implantación del sistema de e-visa en 2018 eliminó las antiguas trabas burocráticas que convertían la entrada al país en una odisea kafkiana. Las infraestructuras han mejorado sin borrar el carácter: los hoteles boutique ocupan ahora antiguas casas de mercaderes, el tren de alta velocidad une las ciudades principales, pero los ancianos siguen jugando al ajedrez en los mismos parques y el pan non sigue horneándose pegado a las paredes de barro. Es ese punto dulce —cada vez más raro— donde la accesibilidad convive con la autenticidad, donde el viajero no observa una escenografía sino que se sumerge en una cultura milenaria que sigue siendo exactamente eso: cultura, no atracción turística.

Las tres perlas: un itinerario por el tiempo

Samarcanda: cuando el azul era un lenguaje

Cuatro días completos merece esta ciudad que fue capital del imperio de Tamerlán y que todavía respira con esa arrogancia de las metrópolis que han conocido el poder absoluto. La Plaza del Registán constituye uno de esos espacios que justifican por sí solos un viaje transcontinental. Sus tres madrasas monumentales crean un conjunto arquitectónico de una coherencia visual casi sobrenatural: las fachadas revestidas de cerámica vidriada componen un caleidoscopio azul que muta con cada hora del día, desde el azul cobalto del mediodía hasta los tonos lavanda del crepúsculo.

Pero Samarcanda guarda tesoros que revelan su profundidad más allá del magnetismo evidente del Registán. El mausoleo de Gur-e-Amir, tumba de Tamerlán, exhibe una cúpula acanalada turquesa que anticipa —medio siglo antes— las formas que Shah Jahan adoptaría para el Taj Mahal. La necrópolis de Shah-i-Zinda, con su sucesión de once mausoleos decorados con mosaicos de una delicadeza casi febril, representa la cumbre del arte timúrida: aquí cada superficie es un poema geométrico, cada azulejo un fragmento de cielo capturado en cerámica.

El Observatorio de Ulugh Beg recuerda que Samarcanda fue también capital científica. Este astrónomo del siglo XV, nieto de Tamerlán, calculó la duración del año con una precisión que no se superaría hasta la llegada del telescopio. Sus instrumentos yacen ahora en ruinas, pero el mensaje perdura: en esta ciudad, la belleza y el conocimiento fueron siempre inseparables.

Bujará: el placer de perderse

A cuatro horas en tren de alta velocidad —un trayecto que los mercaderes medievales habrían considerado milagroso— Bujará representa otro registro de este viaje. Si Samarcanda deslumbra por su monumentalidad, Bujará seduce por su coherencia urbana. Su centro histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad, es una ciudad-museo donde todavía se vive: los talleres de artesanos ocupan las mismas arcadas donde sus antepasados trabajaban hace cinco siglos, las chaikhanas sirven té verde en las mismas teteras de porcelana azul, los calígrafos practican su arte con una concentración que hace que el tiempo se vuelva irrelevante.

El Complejo Po-i-Kalyan, dominado por su minarete del siglo XII —tan imponente que Gengis Khan ordenó preservarlo cuando arrasó el resto de la ciudad— funciona como eje gravitacional. Pero la auténtica magia de Bujará se descubre sin rumbo, dejándose llevar por el laberinto de callejuelas estrechas que abren súbitamente a patios sombreados donde el agua de las fuentes refleja cúpulas ornamentadas.

La Fortaleza del Arca, residencia de los emires durante más de mil años, cuenta historias menos amables: sus mazmorras albergaron al explorador británico Charles Stoddart y al coronel Arthur Conolly, ejecutados en 1842 en el contexto del Gran Juego entre el Imperio Británico y el Ruso. Los baños públicos de Bozori Kord, sorprendentemente, siguen en funcionamiento —una experiencia que conecta directamente con rituales centenarios de purificación y socialización.

Tres días en Bujará permiten ese lujo escaso: no hacer nada. Sentarse en una chaikhana, observar cómo la luz de la tarde tiñe de ámbar las paredes de adobe, escuchar música clásica uzbeka en alguna madrasa reconvertida en centro cultural, descubrir que el verdadero lujo no es acumular experiencias sino saborear cada una hasta el hueso.

Jiva: el espejismo que se volvió piedra

El trayecto hasta Jiva —seis horas atravesando el desierto de Kyzylkum— funciona como purga mental. El paisaje se despoja de todo ornamento: arena, saxaul, cielo. Entonces, como en las mejores historias de caravaneros, Jiva emerge en el oasis del río Amu Daria con la irrealidad de los sueños lúcidos. Su ciudadela amurallada, Itchan Kala, es probablemente la ciudad islámica medieval mejor conservada de Asia Central, con 51 monumentos protegidos concentrados en 26 hectáreas.

La densidad patrimonial resulta casi mareante: el minarete inacabado de Kalta Minor, revestido de cerámica verde y azul —la leyenda dice que el khan ordenó detener su construcción cuando supo que un minarete similar se estaba erigiendo en Bujará—, el palacio Tash Khauli con sus patios y harenes decorados con una exuberancia que roza lo delirante, las sucesivas madrasas que crean un laberinto arquitectónico donde cada esquina depara una sorpresa visual.

Dos días permiten explorar la ciudadela y también descubrir su vida actual. Al atardecer, cuando los grupos de visitantes se retiran, las calles recuperan su atmósfera íntima. Es el momento de subir a las murallas y contemplar cómo el sol tiñe de oro las cúpulas y minaretes, cómo las cigüeñas regresan a sus nidos construidos sobre los alminares, cómo la llamada a la oración resuena con esa melancolía particular de los lugares que conocieron esplendores pasados.

Coordenadas prácticas

La primavera y el otoño constituyen las épocas óptimas: los veranos superan los 40 grados y convierten las visitas en pruebas de resistencia, mientras que los inviernos son sorprendentemente crudos. En abril-mayo o septiembre-octubre, las temperaturas son benévolas y los árboles de los patios interiores ofrecen esa sombra moteada perfecta para leer, reflexionar o simplemente existir.

El tren de alta velocidad ha revolucionado los desplazamientos entre Samarcanda y Bujará. Para Jiva, sin embargo, hay que tomar un vuelo doméstico hasta Urgench seguido de 35 kilómetros por carretera. Taskent sirve como puerta de entrada internacional, conectada con las principales capitales europeas y asiáticas.

En cuanto al alojamiento, las tres ciudades ofrecen opciones que van desde hoteles boutique hasta casas de huéspedes tradicionales donde los patios decorados con alfombras kilim y los desayunos de frutas secas, nueces y yogurt casero aportan una dimensión íntima a la experiencia. Alojarse dentro de los centros históricos de Bujará y Jiva permite sumergirse en esa atmósfera donde el pasado no es museo sino presente.

La mesa como geografía

La gastronomía uzbeka refleja su posición como cruce de caminos: el plov —plato nacional de arroz, cordero, zanahorias y especias— presenta variaciones que revelan identidades locales. En Samarcanda se prepara con un toque dulce de pasas y codornices, mientras que la versión de Bujará incorpora garbanzos que le dan una textura casi cremosa. Las samosas rellenas, los lagman (fideos en sopa aromática) y los manti (raviolis al vapor) muestran influencias que van desde Persia hasta Mongolia.

Los mercados ofrecen una variedad extraordinaria de frutas secas, nueces y ese pan redondo non que se hornea pegado a las paredes de los tandyr, hornos de barro que alcanzan temperaturas infernales. El té verde acompaña todas las comidas y forma parte de rituales de hospitalidad que pueden extenderse horas: rechazar el primer ofrecimiento es cortesía, aceptar el segundo es obligación social, y a partir del tercero comienza la verdadera conversación.

Más allá del círculo dorado

Quienes dispongan de más tiempo pueden explorar el valle de Fergana, al este, donde los talleres de cerámica y seda artesanal mantienen técnicas centenarias. Las montañas de Nuratau, al norte de Samarcanda, permiten experiencias de turismo comunitario en aldeas donde la vida tradicional uzbeka permanece intacta, ajena al paso del tiempo y las modas.

Para los más aventureros, la región del Mar de Aral —aunque el acceso es complejo— ofrece uno de los paisajes más perturbadores del planeta: barcos varados en medio del desierto, testimonio mudo de uno de los grandes desastres ecológicos del siglo XX. Es hermoso y terrible a partes iguales.


Recorrer la Ruta de la Seda en Uzbekistán durante diez días es adentrarse en una ensoñación arquitectónica donde cada cúpula, cada minarete, cada patio sombreado cuenta historias de un pasado que todavía reverbera en el presente. En un mundo donde los destinos turísticos tienden a homogeneizarse, Uzbekistán ofrece algo cada vez más escaso: la posibilidad de descubrimiento genuino. Este país, que durante décadas permaneció cerrado, se abre ahora con la timidez de quien conserva tesoros que apenas comienza a compartir. Quienes lo visiten en estos años serán testigos de un momento único: el despertar de una civilización que nunca dejó de soñar con su época dorada.

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