Uzbekistán: Itinerario de 12 Días por la Ruta de la Seda (Samarcanda, Bujará y Jiva)

© Dmitriy Efimov via Unsplash

Existen territorios donde el tiempo no transcurre, sino que se acumula. Lugares que han visto pasar imperios, conquistadores y caravanas cargadas de especias, y que aún conservan en sus muros de adobe y sus cúpulas turquesa el eco de aquellas civilizaciones. Uzbekistán es uno de esos raros destinos donde la historia no se contempla tras vitrinas de museo, sino que se habita: se camina entre madrasas centenarias, se respira en los bazares cubiertos, se toca en los azulejos que han sobrevivido siglos de invasiones y revoluciones. Un itinerario de doce días por este corazón de Asia Central permite descubrir tres joyas de la legendaria Ruta de la Seda: Samarcanda, Bujará y Jiva, ciudades que conocieron el paso de Alejandro Magno, el furor de Gengis Kan y la ambición de Tamerlán, y que hoy reciben a viajeros dispuestos a adentrarse en un universo fascinante, aún ajeno al turismo masivo.

El cruce del mundo antiguo

Durante siglos, Uzbekistán ocupó la posición más codiciada del tablero geopolítico medieval: el centro exacto de la Ruta de la Seda, ese entramado de caminos que conectaba la seda china con los mercados europeos, las especias de India con las cortes persas. Aquí convergían conquistadores y filósofos, artesanos y mercaderes, dejando cada uno su huella en un mosaico cultural donde se entrelazan influencias persas, turcas, mongolas y, más recientemente, rusas.

Lo extraordinario de Uzbekistán es que, tras décadas de aislamiento soviético, ha emergido preservando una autenticidad que resulta casi anacrónica. Mientras otros destinos históricos sucumben al turismo de crucero y los selfie sticks, aquí la arquitectura islámica alcanza cotas de refinamiento que rivalizan con Isfahán o Marrakech, pero con un privilegio impagable: la posibilidad de contemplarla en relativa soledad. No es solo que el viajero pueda fotografiar monumentos sin multitudes; es que puede escuchar el eco de sus propios pasos en patios centenarios, conversar sin prisa con maestros artesanos, perderse en laberintos de callejuelas sin encontrar otro turista. Es, en suma, uno de esos últimos grandes descubrimientos antes de que el resto del mundo los descubra también.

Samarcanda: cuando el sueño tiene arquitectura

Comenzar por Samarcanda es empezar por la apoteosis. Esta ciudad, cuyo nombre solo evoca leyendas de grandeza, fue capital del imperio de Tamerlán en el siglo XIV, y conserva algunos de los conjuntos arquitectónicos más deslumbrantes de Asia Central.

El Registan constituye el corazón monumental de la ciudad: tres madrasas que se enfrentan formando un espacio de proporciones matemáticamente perfectas. Las fachadas recubiertas de cerámica vidriada en tonalidades de turquesa, azul cobalto y dorado crean un espectáculo visual que muta con cada hora del día. Vale la pena madrugar para verlo al amanecer, cuando la ciudad aún duerme y la luz rasante enciende los mosaicos, y regresar al atardecer, cuando las lámparas transforman la plaza en un escenario de cuento oriental. Entre visita y visita, los patios interiores de las madrasas revelan galerías de artesanos que perpetúan oficios ancestrales: miniaturistas, tejedores de seda, talladores de madera.

A pocos minutos, la necrópolis de Shah-i-Zinda asciende por una ladera como una procesión de mausoleos escalonados, cada uno una lección de arte funerario islámico. Las tumbas presentan decoraciones únicas en mayólica policromada, con diseños geométricos y caligráficos que demuestran el refinamiento de la época timúrida. La tradición local, que mezcla superstición e Islam con naturalidad, sostiene que quien sube y baja las escaleras contando el mismo número de peldaños verá cumplidos sus deseos. Aunque uno llegue escéptico, es imposible no contar.

La mezquita de Bibi Janum, aunque parcialmente en ruinas, transmite mejor que cualquier construcción intacta la desmesura arquitectónica de Tamerlán. Se dice que el conquistador, tras regresar victorioso de India, ordenó construir la mezquita más grande del mundo islámico, y que la ambición estructural superó las capacidades técnicas de la época: el edificio comenzó a agrietarse incluso antes de terminarse. Hoy, esas grietas cuentan una historia más elocuente que cualquier perfección: la del orgullo imperial chocando contra las leyes de la física.

A las afueras de la ciudad, el observatorio de Ulugh Beg —nieto de Tamerlán y uno de los más brillantes astrónomos medievales— recuerda que Samarcanda no fue solo centro de poder político, sino también del conocimiento científico. Aquí, en el siglo XV, se calcularon las órbitas planetarias con una precisión que no sería superada hasta la llegada del telescopio.

Bujará: el museo que respira

Si Samarcanda deslumbra por su monumentalidad teatral, Bujará seduce con intimidad de novela. Su casco histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad en su totalidad, parece existir en un tiempo propio, donde el ritmo lo marcan las cinco llamadas diarias a la oración y el bullicio pausado de los bazares.

El complejo Poi Kalyan resume la esencia arquitectónica de Bujará: el minarete de Kalyan, de 46 metros y proporciones hipnóticas, ha dominado el horizonte desde el siglo XII. Junto a él, la mezquita Kalyan y la madrasa Mir-i-Arab forman un conjunto de armonía casi musical. Ese minarete, conocido como «la torre de la muerte» porque desde su cúspide se ejecutaba a los condenados, fue el único edificio que Gengis Kan ordenó preservar cuando arrasó la ciudad en 1220. Cuenta la leyenda que el conquistador mongol, al contemplarlo, quedó tan impresionado que bajó del caballo e inclinó la cabeza, y eso lo salvó de la destrucción.

La fortaleza del Ark fue residencia de los emires de Bujará durante siglos, y sus murallas de adobe, que desde lejos parecen surgir orgánicamente del desierto, encierran palacios, mezquitas y calabozos que narran historias de esplendor y crueldad a partes iguales. Los bazares cubiertos —los toks— mantienen viva la tradición comercial con una autenticidad sorprendente: en el Toki Zargaron se venden joyas de plata; en el Toki Telpak Furushon, los característicos gorros uzbekos; y el ambiente conserva el caos ordenado de los antiguos caravasares, donde se negociaba en cinco idiomas y se cerraban tratos con un apretón de manos.

A pocos kilómetros, el conjunto de Bahauddin Naqshband —santuario del fundador de la orden sufi más influyente de Asia Central— ofrece una inmersión en la espiritualidad islámica, mientras que el palacio de verano de los emires en Sitorai Mohi Hosa presenta un contraste fascinante: una mezcla de arquitectura oriental y decoración europea fin-de-siècle que habla de las aspiraciones cosmopolitas de una aristocracia aislada.

Jiva: el espejismo que resulta real

Llegar a Jiva supone atravesar el desierto de Kyzylkum, y esa travesía por paisajes áridos hace aún más dramática la aparición de sus murallas de adobe recortadas contra el cielo. Ichan Kala, la ciudad interior amurallada, parece un decorado cinematográfico —de hecho, ha servido de escenario para docenas de películas—, aunque cada piedra, cada azulejo, es auténtico.

El palacio Tash Khauli, con sus patios decorados con mayólica policromada, muestra el refinamiento y el lujo en que vivían los kanes de Jiva, mientras que el minarete inacabado de Kalta Minor, recubierto de cerámica turquesa, es una de esas obras cuya imperfección resulta más elocuente que cualquier finalización: se dice que el kan ordenó ejecutar al arquitecto para que no pudiera construir uno más alto para sus enemigos, dejando el minarete truncado como advertencia. Subir al bastión de las murallas al atardecer, cuando el sol tiñe de ámbar las construcciones y el desierto abraza la ciudad en un silencio absoluto, es una de esas experiencias que justifican por sí solas el viaje.

Sabores de seda y especias

La gastronomía uzbeka merece el mismo respeto que sus monumentos. El plov —arroz pilaf cocinado lentamente con cordero, zanahorias y especias— es el plato nacional, y cada región defiende su versión con orgullo casi patriótico. En Samarcanda se prepara con garbanzos y pasas; en Bujará, con membrillo; en Jiva, con más grasa de cordero para soportar el clima desértico.

Los samsas, empanadas de carne horneadas en hornos de arcilla, se encuentran en cada esquina humeantes y recién hechas. El non, pan tradicional cocinado en tandoor, acompaña todas las comidas y posee un significado ceremonial: nunca se coloca boca abajo ni se desperdicia. En el Siab Bazaar de Samarcanda, montañas de frutas secas, nueces, especias y dulces tradicionales como el halva despliegan colores y aromas que son en sí mismos una experiencia sensorial.

Los chaikhanas —casas de té— son templos de la hospitalidad uzbeka. Allí, sentado en un tapchán (plataforma cubierta de alfombras), se puede pasar horas bebiendo té verde acompañado de dulces y frutos secos, observando el ritmo pausado de la vida local. Es en estos espacios donde se percibe mejor la calidez de un pueblo que considera al invitado un regalo de Dios.

Más allá del itinerario clásico

Aunque Samarcanda, Bujará y Jiva concentran lo esencial, un viajero con más tiempo puede extender su recorrido. Shakhrisabz, ciudad natal de Tamerlán, conserva las ruinas del palacio Ak-Saray, cuya puerta de entrada tenía 40 metros de altura y cuya inscripción advertía: «Si dudas de nuestro poder, observa nuestros edificios». El valle de Fergana, cuna de la artesanía uzbeka, permite visitar talleres donde la cerámica, la seda y los cuchillos tradicionales se elaboran con técnicas que se transmiten de generación en generación. Para los más aventureros, el mar de Aral —o lo que queda de él— representa un inquietante destino de turismo de catástrofe ecológica, donde barcos herrumbrosos yacen varados en medio del desierto, kilómetros lejos del agua.

Viajar con inteligencia

La mejor época para visitar Uzbekistán abarca de abril a junio y de septiembre a noviembre. Los veranos superan los 40 grados, especialmente en Jiva, mientras que los inviernos pueden ser gélidos. El tren de alta velocidad Afrosiyob conecta Tashkent con Samarcanda y Bujará en pocas horas, ofreciendo comodidad y vistas del paisaje cambiante. Hacia Jiva, lo más práctico es el vuelo interno o contratar un conductor privado.

En cuanto a alojamiento, Bujará ofrece la experiencia única de dormir en madrasas reconvertidas en hoteles boutique, donde se puede desayunar en patios centenarios. En Jiva, alojarse dentro de las murallas de Ichan Kala permite explorar la ciudad cuando los grupos turísticos se retiran y recupera su atmósfera de fortaleza del desierto.

El viaje que permanece

Regresar de Uzbekistán significa traer algo más que fotografías de cúpulas azules y minaretes de cuento. Este viaje transforma la percepción del viajero sobre Asia Central, un territorio que durante décadas permaneció velado y que ahora se revela como uno de los destinos más auténticos del planeta. Es un viaje para quienes buscan profundidad, para quienes valoran la autenticidad sobre la comodidad estandarizada, para quienes entienden que los grandes descubrimientos del siglo XXI no están en territorios vírgenes, sino en lugares que han sabido preservar su esencia mientras el mundo cambia vertiginosamente. Uzbekistán aguarda, paciente y majestuoso, a ser descubierto por viajeros que aún creen en la magia de lo desconocido.

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