Hay ciudades que te reciben con monumentos. Tiflis lo hace con un aroma: khachapuri recién horneado emanando de hornos callejeros, especias apiladas en mercados centenarios, y ese rastro inconfundible de vino joven escapando de bodegas subterráneas. La capital georgiana es el prólogo perfecto para una historia que se ha escrito durante ocho milenios en ánforas de barro enterradas bajo tierra. Porque este viaje —desde las callejuelas adoquinadas donde Oriente y Occidente conversan en voz baja, hasta los viñedos ondulantes de Kajetia que preceden a Roma en el arte de la viticultura— no es una simple ruta enológica. Es un regreso al momento en que la civilización decidió convertir la uva en algo sagrado, y la mesa en el lugar donde se construyen las verdaderas alianzas.
Cuando el vino aún no tenía nombre
Mientras los europeos aprendían a fermentar sus primeras cosechas, los georgianos ya habían perfeccionado un método que hoy la UNESCO reconoce como Patrimonio Inmaterial: el qvevri, ánforas gigantes de arcilla que se entierran hasta el cuello y donde el vino madura en contacto con la tierra misma. Ocho mil años de tradición ininterrumpida no son una cifra retórica; son capas de cultura sedimentada en cada sorbo. La región de Kajetia concentra casi el setenta por ciento de esa producción, pero aquí el vino nunca es solo industria. Es filosofía, ritual, excusa perfecta para que el tamada —el maestro de ceremonias del supra georgiano— proponga brindis que pueden extenderse hasta el amanecer. Separar el vino de la comida, de la historia o de la amistad que nace alrededor de una mesa sería como pretender entender Georgia mirando solo un mapa.
Tiflis, donde la bohemia tiene acento caucásico
Dedica tus primeros dos días a comprender por qué esta capital resiste las etiquetas. El casco antiguo es un palimpsesto: fachadas otomanas restauradas con cuidado, balcones de madera que se inclinan sobre callejones estrechos, y los baños de azufre de Abanotubani exhalando vapor como lo hacían cuando estos barrios eran parada obligada en la Ruta de la Seda. La Catedral de Metekhi vigila desde lo alto, pero la verdadera alma de Tiflis se revela a nivel de calle.
Olvida los restaurantes con manteles almidonados. Busca tabernas donde el menú no existe porque la abuela decide qué se cocina hoy. El pkhali —puré de espinacas, remolacha o judías verdes, siempre con nueces molidas— es el alfabeto de esta gastronomía; el badrijani nigvzit, berenjenas enrolladas con pasta de nueces y granada, su primera frase completa. El khachapuri adjarski, esa barca de pan rellena de queso fundido y coronada con un huevo crudo que mezclas tú mismo, es adictivo de la manera en que solo lo simple y perfectamente ejecutado puede serlo.
Por la tarde, el Mercado de Dezerter Bazaar (o el más local de Metekhi) te ofrece otra lectura de la ciudad: montañas de churchkhela —nueces ensartadas y bañadas en jugo de uva concentrado—, quesos ahumados que cuelgan como estalagmitas, especias que aún se miden en vasos de té. Compra lo suficiente para un picnic. Lo necesitarás mañana.
Sighnaghi, el pueblo que se asoma al infinito
A dos horas hacia el este, el paisaje cambia de registro. Las montañas del Cáucaso aparecen en el horizonte como una promesa nevada, y los viñedos comienzan a trepar por las colinas con la obstinación de quien lleva aquí desde el Neolítico. Sighnaghi emerge de repente: un pueblo amurallado del siglo XVIII, con casas de colores pastel que parecen flotar sobre el valle del Alazani. Las vistas justifican el viaje por sí solas, pero quedarse en la superficie sería un error.
Aquí es donde el vino deja de ser concepto y se vuelve geografía. Hospédate en alguna guesthouse local —Lucia House combina encanto y autenticidad sin aspavientos— y dedica la tarde a Pheasant’s Tears, una bodega que es casi una declaración de principios. Su fundador, el pintor estadounidense John Wurdeman, no restauró técnicas ancestrales por nostalgia, sino porque descubrió que el método qvevri produce vinos que ninguna tecnología moderna puede replicar: salvajes, complejos, con taninos que exigen comida audaz. La degustación transcurre en un jardín donde las parras crecen sin geometría, y el atardecer sobre los viñedos es de esos que archivas en la memoria sensorial, no en Instagram.
El corazón de Kajetia late en barro y en roble
El cuarto día pertenece al terroir. La región ofrece bodegas para todos los temperamentos: desde Khareba, con sus galerías subterráneas que alcanzan cien metros de profundidad y combinan espectáculo con sustancia, hasta pequeñas marani familiares donde el productor te invita a bajar al marani —el sótano bodega— y abrir un qvevri que lleva fermentando desde la última vendimia.
Pero la experiencia que ningún hotel de lujo puede ofrecer es cenar con una familia de viticultores. Aquí el vino no se comercializa, se comparte con una generosidad que roza lo religioso. Si viajas en septiembre u octubre, participa en la vendimia: pisar uvas descalzo en una artesa de madera mientras el anfitrión canta canciones tradicionales no es pintoresquismo turístico, es la forma en que esta cultura ha sobrevivido invasiones, imperios y modernidad. El Saperavi —tinto profundo, casi negro— y el Rkatsiteli blanco —mineral, desafiante— te sabrán distintos aquí. Como si la tierra misma estuviera en la copa.
Tsinandali, el paréntesis aristocrático
Antes de regresar a la capital, dedica una mañana a Tsinandali, la mansión decimonónica del príncipe Aleksandr Chavchavadze, poeta, diplomático y padre del vino georgiano moderno. El museo que alberga es un contraste deliberado: salones europeos repletos de objetos que hablan de un siglo XIX cosmopolita, y una bodega original donde aún reposan botellas del primer vino georgiano que se exportó a Europa. El jardín inglés invita a la pausa contemplativa, ese lujo que pocos itinerarios incluyen.
De vuelta en Tiflis, cierra el círculo en Barbarestan o Café Littera, restaurantes que practican una suerte de arqueología gastronómica: rescatan recetas del siglo XIX, las interpretan con técnicas actuales, y las sirven con vinos que honran todo lo aprendido. Aquí el satsivi —pollo en salsa de nueces— o el lobio —estofado de judías negras con cilantro— no son platos típicos, sino despedidas memorables.
Planificar el regreso al origen
Septiembre y octubre son los meses donde esta ruta cobra pleno sentido: la vendimia llena los viñedos de energía colectiva, y puedes participar en la cosecha sin mediaciones turísticas. La primavera —abril y mayo— ofrece vinos nuevos listos para probar y paisajes explosivos, aunque sin la épica de la recolección.
Tiflis tiene conexiones directas desde la mayoría de capitales europeas. Para moverte hacia Kajetia, alquilar coche es la opción más flexible: las carreteras son seguras y el placer de detenerte en un viñedo sin nombre, porque viste a alguien podando parras, no tiene precio. En la capital, elige alojamiento en el casco antiguo o en Vake, el barrio moderno con galerías y cafés. En Kajetia, las guesthouses familiares ofrecen lo que ninguna cadena puede: conversaciones hasta la madrugada, recetas que no están en internet, y la sensación de que has sido invitado, no solo alojado.
Lo que permanece cuando el viaje termina
Hay instantes en esta ruta que desafían la crónica: estar bajo la luz dorada de una tarde de vendimia, observando al viticultor abrir un qvevri enterrado hace milenios, y probar vino que sabe a tierra, a tiempo, a obstinación humana. Compartir mesa con desconocidos que en minutos se convierten en aliados gracias al poder del vino y la hospitalidad que Georgia practica como deporte nacional. Entender, finalmente, por qué este no es un destino emergente, sino el lugar donde todo comenzó.
Cuando regreses, llevarás botellas de Saperavi que nunca sabrán igual lejos de su terroir. Pero también llevarás la certeza de haber estado en el origen mismo de la civilización vinatera, donde una ruta gastronómica es en realidad un viaje al momento en que alguien decidió que la uva, la tierra y el tiempo podían crear algo más grande que la suma de sus partes. Cada sorbo posterior te devolverá a esos atardeceres infinitos, a esos brindis interminables, a esa generosidad radical que solo existe cuando alguien abre la puerta de su mesa y su memoria. Y entonces comprenderás que Georgia no se visita. Se regresa a ella, incluso antes de haberla dejado.








