Tiflis no se deja capturar de un vistazo. La capital georgiana pertenece a esa estirpe de ciudades que revelan su carácter en capas sucesivas, donde un patio oculto tras una puerta descascarada puede contener más historia que un museo entero. Aquí, los siglos no se suceden linealmente: coexisten, se superponen, dialogan entre sí en cada esquina donde una iglesia ortodoxa del siglo VI contempla impasible el grafiti contemporáneo en la pared opuesta. Esta es una ciudad para el viajero que entiende que lo extraordinario rara vez anuncia su presencia con carteles.
Lo que hace singular a Tiflis —y lo que explica el interés creciente entre viajeros que han agotado las capitales europeas convencionales— es su condición de encrucijada genuina. Aquí confluyen Asia, Europa y Oriente Medio sin que ninguna tradición domine completamente, creando una identidad cultural única que se respira en el aire sulfuroso de sus baños termales, en el aroma a especias de sus mercados, en la forma en que el vino de 8.000 años de antigüedad se sirve junto a espressos perfectamente extraídos en cafeterías de diseño minimalista.
El alma de una ciudad construida sobre fuentes calientes
Para comprender Tiflis es necesario remontarse al siglo V, cuando el rey Vakhtang Gorgasali —cuyo nombre significa «cabeza de lobo»— fundó la ciudad tras un hallazgo fortuito. La leyenda cuenta que su halcón de caza cayó en unas aguas termales y emergió milagrosamente curado. Ese momento inaugural define el carácter de la ciudad: un lugar de sanación, transformación y descubrimientos inesperados.
La geografía dicta aquí el destino. Tiflis se despliega en un valle flanqueado por colinas donde el río Mtkvari serpentea como una arteria vital, y donde la Fortaleza de Narikala se alza como un testigo pétreo de invasiones persas, otomanas, mongolas y rusas. Cada una de estas culturas dejó su impronta en la arquitectura, la gastronomía, incluso en los gestos cotidianos de hospitalidad que convierten a los georgianos en anfitriones legendarios.
Durante siglos, Tiflis fue una parada crucial en la Ruta de la Seda. Esa herencia mercantil pervive en el casco antiguo, donde comerciantes armenios, judíos sefardíes, musulmanes azeríes y cristianos ortodoxos compartieron calles durante generaciones, creando un tejido social de tolerancia que sobrevive incluso después de las turbulencias del siglo XX.
Las experiencias que definen el viaje
Abanotubani: el ritual del agua
En el corazón del barrio antiguo, las cúpulas abovedadas de los baños de azufre emergen del suelo como hongos pétreos. Estas estructuras semienterradas llevan 1.500 años cumpliendo la misma función: ofrecer un espacio de regeneración física y espiritual. Olvida cualquier expectativa de spa contemporáneo; aquí se practica un ritual ancestral sin concesiones al turismo.
Los baños privados funcionan con una modestia deliberada. Cada uno tiene su propia sala con bañera de piedra alimentada por manantiales geotérmicos que brotan a 37 grados constantes. El protocolo es simple: te sumerges, cierras los ojos, dejas que el agua sulfurosa penetre tus músculos mientras el silencio del espacio crea una burbuja temporal donde los siglos se disuelven. Algunos baños ofrecen masajes tradicionales con guantes de lana que exfolian la piel hasta dejarla completamente renovada. El precio —raramente superior a cuatro euros— contrasta brutalmente con la profundidad de la experiencia.
Narikala: la fortaleza testigo
Dominando la ciudad desde su atalaya rocosa, la Fortaleza de Narikala es memoria física de Tiflis. Sus muros de ladrillo rojo han sido reconstruidos tantas veces —tras asedios, terremotos, explosiones— que la estructura actual es un palimpsesto arquitectónico donde cada época dejó su huella.
La ascensión a pie desde el casco antiguo requiere veinte minutos de caminata moderada por senderos empedrados. El esfuerzo se recompensa con una perspectiva completa de la ciudad: el río que la articula, las cúpulas de las iglesias, los balcones de madera que desafían la gravedad, la mezcla caótica pero armónica de estilos arquitectónicos que van del medieval al soviético. Al atardecer, cuando la luz dorada baña los tejados y las primeras luces se encienden en el valle, Tiflis revela su belleza sin artificio.
Dentro del perímetro de la fortaleza, la pequeña Iglesia de San Nicolás —reconstruida en los años noventa— alberga frescos contemporáneos que reinterpretan la iconografía ortodoxa con una sensibilidad moderna. Aquí, en las horas tempranas de la mañana, aún puedes encontrar fieles locales que suben a orar antes del trabajo, ajenos a las cámaras de los visitantes.
El casco antiguo: perderse como método
El Dzveli Kalaki —el casco antiguo— es un laberinto donde perderse deliberadamente constituye la mejor estrategia. Las calles estrechas ascienden y descienden sin lógica aparente, conectando plazas diminutas con patios secretos donde las plantas trepadoras cubren fachadas de ladrillo gastado. Aquí, las puertas entornadas revelan talleres de artesanos que fabrican joyas de plata según técnicas transmitidas generacionalmente, o cafés minúsculos donde tres mesas y un propietario conversador constituyen todo el inventario.
La calle Shardeni, nombrada así por el viajero francés Jean Chardin que visitó Georgia en el siglo XVII, concentra galerías de arte, restaurantes y tiendas de antigüedades. Pero son las arterias secundarias —Bambis Rigi, Betlemi, Sioni— las que guardan los tesoros más genuinos: una panadería donde el pan se hornea en tonir (hornos de arcilla tradicionales), una librería de viejo con ediciones soviéticas en georgiano y ruso, un patio interior donde ancianas venden flores cultivadas en sus propios jardines.
La avenida Rustaveli y la Tiflis intelectual
Nombrada en honor al poeta épico medieval Shota Rustaveli, esta avenida de dos kilómetros es la espina dorsal cultural de la ciudad. Aquí se alinean el Teatro de la Ópera y Ballet, el Museo Nacional que alberga tesoros arqueológicos que datan del primer milenio antes de Cristo, y el Parlamento georgiano con su arquitectura brutalista que divide opiniones.
Caminar la Rustaveli es entender las múltiples identidades de Tiflis: edificios Art Nouveau conviven con bloques soviéticos, librerías históricas resisten junto a cafeterías de tercera ola donde jóvenes programadores trabajan en laptops. Es en esta avenida donde las manifestaciones políticas, los festivales de cine y las procesiones religiosas ocupan el mismo espacio en diferentes momentos, recordando que Tiflis es una ciudad viva, no un museo.
Vake: la ciudad que se reinventa
Si el casco antiguo representa la memoria, Vake encarna la ambición contemporánea de Tiflis. Este barrio residencial al oeste del centro alberga el Parque Vake —pulmón verde donde los tiflisienses trotan, pasean perros y organizan picnics los fines de semana— y una escena gastronómica que reinterpreta la tradición georgiana con técnicas modernas.
Aquí, restaurantes como Café Littera (instalado en una mansión histórica) o Shavi Lomi experimentan con presentaciones vanguardistas de platos ancestrales, mientras galerías de arte contemporáneo exponen obras de artistas georgianos que están ganando reconocimiento internacional. Vake demuestra que Tiflis no es prisionera de su pasado; está negociando activamente su futuro.
La estrategia del viajero inteligente
Cuándo y cómo
La primavera (abril-mayo) y el otoño (septiembre-octubre) ofrecen el equilibrio perfecto: temperaturas templadas, luz generosa y una ciudad que respira sin la presión del turismo estival. Los inviernos son transitables pero fríos; los veranos, intensamente calurosos.
El Aeropuerto Internacional Shota Rustaveli conecta Tiflis con principales hubs europeos y asiáticos. Desde ahí, el centro está a treinta minutos en metro, autobús o taxi. Una vez en la ciudad, el sistema de transporte público —metro eficiente, autobuses frecuentes, minivans marshrutka que operan sin horarios fijos— funciona con tarjetas recargables que cuestan céntimos por trayecto. Pero la mejor forma de conocer Tiflis es a pie, permitiendo que el azar guíe los descubrimientos.
Para alojamiento, considera las guesthouses del casco antiguo: edificios históricos convertidos en casas de huéspedes donde los propietarios comparten mesas al desayuno y ofrecen recomendaciones que ninguna guía incluye. Los precios son asombrosamente razonables comparados con equivalentes europeos, sin sacrificar confort ni autenticidad.
Reserva mínimo cuatro días completos. Tiflis recompensa el slow travel, la disposición a sentarse en un café durante horas observando la vida local, a aceptar invitaciones espontáneas a mesas georgianas donde el vino fluye generosamente y los brindis ceremoniales estructuran la conversación.
Comer en Tiflis: donde la cocina es narrativa
La gastronomía georgiana constituye uno de los últimos tesoros culinarios no completamente homogeneizados por la globalización. Cada plato cuenta una historia regional, cada técnica preserva siglos de conocimiento empírico.
El khachapuri —pan de queso en sus múltiples variaciones regionales— es simultáneamente comfort food y expresión de identidad. La versión adjaruli, con forma de barca rellena de queso fundido, mantequilla y un huevo crudo que se mezcla en la mesa, es teatro culinario. El khinkali, dumpling de carne con caldo interior, exige técnica: se sujeta por la punta superior, se muerde cuidadosamente para sorber el caldo, y solo entonces se come. Dejar la punta en el plato permite contabilizar cuántos has consumido —una competencia tácita en cualquier mesa georgiana.
Pero es el vino lo que eleva la gastronomía local a rango de patrimonio. Georgia practica viticultura desde hace 8.000 años; las ánforas de arcilla (qvevri) enterradas donde fermenta el vino están reconocidas por la UNESCO como patrimonio inmaterial. El resultado son vinos únicos: los orange wines o vinos ámbar, blancos fermentados con pieles que desarrollan taninos y complejidad imposibles de encontrar en otras latitudes.
En tabernas como Ghvino Underground o Vino Underground (sin relación entre sí más allá del nombre), sommelier apasionados guían catas de productores boutique que trabajan viñedos familiares en Kakheti. Una botella excepcional raramente supera los quince euros.
Más allá del perímetro urbano
A menos de una hora de Tiflis, la región vinícola de Kakheti despliega viñedos en colinas ondulantes. Pueblos como Sighnaghi —la «ciudad del amor» con sus murallas medievales intactas— ofrecen experiencias de enoturismo sin las multitudes que saturan la Toscana o Burdeos. Las bodegas familiares reciben visitantes con la hospitalidad legendaria georgiana: degustaciones que derivan en comidas improvisadas, conversaciones que se extienden hasta el atardecer.
Mtskheta, veinte minutos al norte, fue la capital del reino de Iberia antes que Tiflis. La Catedral de Svetitskhoveli, obra maestra del siglo XI, alberga supuestamente la túnica de Cristo y permanece como uno de los centros espirituales más importantes del cristianismo oriental. La atmósfera aquí es de devoción genuina, no de atracción turística.
Los detalles que transforman el viaje
Los georgianos practican la hospitalidad como arte ceremonial. Si eres invitado a una supra (banquete tradicional), prepárate para abundancia generosa y brindis estructurados. El tamada (maestro de ceremonias) guía los toasts que honran a los presentes, los ausentes, los ancestros, la paz, el amor. Rechazar participar es culturalmente inaceptable; rechazar bebidas es comprensible y respetado.
El alfabeto georgiano —uno de los catorce sistemas de escritura únicos en el mundo— aparece omnipresente. Aprender a pronunciar «madloba» (gracias) o «gamarjoba» (hola) genera sonrisas instantáneas y puertas que se abren.
En el casco antiguo, murales de street art transforman fachadas grises en manifiestos visuales. Este arte urbano no es vandalismo tolerado; es expresión cultural apoyada por la comunidad, que ve en él la voz de una generación redefiniendo la identidad georgiana post-soviética.
La invitación
Tiflis no ofrece las comodidades extremas de capitales más establecidas ni la infraestructura pulida de destinos maduros. Ofrece algo más escaso: autenticidad sin autoconciencia, historia que se vive en lugar de contemplarse, una comunidad que aún considera a los visitantes huéspedes en el sentido profundo del término.
La mejor guía de Tiflis será la que escribas tú mismo, entre las aguas termales de Abanotubani, en una mesa compartida con desconocidos que se convierten en amigos tras el tercer brindis, ante los muros milenarios de Narikala mientras la luz del atardecer transforma la ciudad en un cuadro de tonos ocres. Tiflis no es un destino para consumir; es un destino para habitar, aunque sea brevemente, con la disposición a dejarse transformar por sus encuentros inesperados.








